viernes, 23 de mayo de 2014

Hebaristo, el sauce que murió de amor

HEBARISTO
EL SAUCE QUE MURIÓ DE AMOR

Abraham Valdelomar


Inclinado al borde de la parcela colindante con el estéril yermo, rodeado de "yerbas santas" y llantenes viendo correr entre sus raíces que vibraban en la corriente, el agua fría y turbia de la acequia, aquel árbol corpulento y lozano aún, debía llamarse Hebaristo y tener treinta años. Debía llamarse Hebaristo y tener treinta años, porque había el mismo aspecto cansino y pesimista, la misma catadura enfadosa y acre del joven farmacéutico de "El amigo del pueblo", establecimiento de drogas que se hallaba en la esquina de la Plaza de Armas, junto al Consejo Provincial, en los bajos de la casa donde, en tiempos de la independencia, pernoctara el coronel Marmanillo, lugarteniente del Gran Mariscal de Ayacucho, cuando presionado por los realistas, se dirigiera a dar aquella singular batalla de la Maracona.

Marmanillo era el héroe de la aldea de P. porque en ella había nacido, y, aunque en sus puertas se realizara una poco afortunada escaramuza, en la cual caballo y caballero salieron disparados al empuje de un puñado de chapetones, eso, a juicio de las gentes patriotas de P. no quitaba nada a su valor y merecimientos, pues era sabido que la tal escaramuza se perdió porque el Capitán Crisóstomo Ramírez, dueño hasta el año 23 de un lagar y hecho capitán de patriotas por Marmanillo, no acudió con oportunidad al lugar del suceso.

Los de P. guardaban por el coronel de milicias recuerdo venerado. La peluquería llamábase "Salón Marmanillo"; la encomendería de la calle Derecha, que después se llamó "28 de Julio" tenía en letras rojas y gordas, sobre el extenso y monótono muro azul, el rótulo Al descanso de Marmanillo y por fin en la sociedad Confederada de Socorros Mutuos, había un retrato al óleo, sobre el estrado de la directiva en el cual aparecía el héroe con su color de olla de barro, sus galones dorados y una mano en la cintura, fieles traductores de su gallardía miliciana.

Digo que el sauce era joven, de unos treinta años y se llamaba Hebaristo, porque como el farmacéutico tenía el aire taciturno y enlutado, y como él, aunque durante el día parecía alegrarse con la luz del sol, en llegando la tarde y sonando la oración caía sobre ambos una tan manifiesta melancolía y un tan hondo dolor silencioso, que eran de partir el alma. Al toque de ánimas Hebaristo y su homónimo el farmacéutico, corrían el mismo albur. Suspendía éste su charla en la botica, caía pesadamente sobre su cabeza semicalva el sombrero negro de paño, y sobre el sauce de la parcela posaba el de todos los días gallinazo negro y roncador.
Luego la noche envolvía a ambos en el mismo misterio, y, tan impenetrable era entonces la vida del boticario cuanto ignorada era la suerte de Hebaristo, el sauce...

II

Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre de la parcela eran dos vidas paralelas; dos cuerdas de una misma arpa; dos ojos de una misma misteriosa y teórica cabeza, dos brazos de una misma desolada cruz; dos estrellas insignificantes de una misma constelación.
Mazuelos era huérfano y guardaba al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Como el sauce era árbol que sólo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del medio día, Mazuelos sólo servía en la aldea para escuchar la charla de quienes solían cobijarse en la botica; y así como el sauce daba una sombra indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua de la acequia, así él oía con desganada abnegación, la charla de los otros, mientras jugaba, el espíritu fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con su dedo índice gancho a la oreja de su botín de plástico, cruzadas, unas sobre otras, las enjutas magras piernas.

Habíase enamorado Mazuelos de la hija del Juez de Primera Instancia, una chiquilla de alegre catadura, esmirriada y raquítica, de ojos vivaces y labios anémicos, nariz respingada y cabellos de achiote, vestida de pintitas blancas sobre una muselina azul de Prusia, que pasó un mes y días en P. y allí los hubiera pasados todos si su padre el doctor Carrizales no hubiera caído mal al secretario de la subprefectura, un De La Haza, que era, a un tiempo, redactor de “La Voz Regionalista” singular decano de la prensa de P.

El doctor Carrizales, magüer su amistad con el jefe de la región hubo de salir de P. y dejar la judicatura a raíz de un artículo editorial de “La Voz Regionalista”, titulado “¿Hasta Cuándo?”, muy brillante y tendencioso, en el cual se recordaban entre otras cosas desagradables, ciertos asuntos sentimentales relacionados con el nombre, apellido y costumbres de su esposa, por esos días ya finada, desgraciadamente.

La hija del juez había sido el único amor del farmacéutico cuyos treinta años se deslizaron esperando y presintiendo a la bienamada. Blanca Luz fue para Mazuelos la realización de un largo sueño de veinte años y la ilustración tangible y en carne de unos versos en los cuales había concretado Evaristo, toda su estética.
Los versos de Mazuelos eran, como se verá, el presentido retrato de la hija del doctor Carrizales, y empezaban de esta manera:

Como una brisa para el caminante ha de ser
la dulce dama a quien mi amor entregue;
quiera el fúnebre Destino que pronto llegue
a mis tristes brazos, que la están esperando, la dulce mujer...

Bien cierto es que Mazuelos desvirtuaba un poco la técnica en su poesía; que hablando de sus brazos en el tercer pie les llama "tristes" cosa que no es aceptable dentro de un concepto estricto de la poética; y que la frase “que la están esperando” está íntegramente demás en el último verso; pero ha de considerarse que sin este aditamento, la composición carecería de la idea fundamental que es la idea de espera y, que el pobre Evaristo, había pasado veinte años de su vida en este ripio sentimental: esperando.

Blanca Luz era pues, al par, un anhelo de farmacéutico y la realización de un viejo sueño poético. Era el ideal hecho carne, el verso hecho verdad, el sueño transformado en vigilia, la ilusión que, súbitamente, se presentaba a Evaristo, con unos ojos vivaces, una nariz respingada, una cabellera de achiote; en suma: Blanca Luz era, para el farmacéutico de “El amigo del pueblo”, el amor vestido con una falda de muselina azul con pintitas blancas y unas pantorrillas, con medias mercerizadas, aceptables desde todo punto de vista...

III

Hebaristo, el melancólico sauce de la parcela, no fue, como son la mayoría de los sauces, hijo de una necesidad agrícola; nó. El sauce solitario fue hijo del azar, del capricho, de la sinrazón. Era el fruto arbitrario del Destino. Si aquel sauce en vez de ser plantado en las afueras de P..., hubiera sido sembrado como era lógico, en los grandes saucedales de las pequeñas pertenencias, su vida no resultara tan solitaria y trágica.
Aquel sauce, como el farmacéutico de “El amigo del pueblo”, sentía desde muchos años atrás, la necesidad de un afecto, el dulce beso de una hembra, la acaricia perfumada de una unión indispensable. Cada caricia del viento, cada ave que venia a posarse en sus ramas florecidas hacían vibrar todo el espíritu y el cuerpo del sauce de la parcela.

Hebaristo que tenía sus ramas en un florecimiento núbil, sabía que en alas de la brisa o en el pico de los colibríes, o en las alas de los chucracos debía venir el polen de su amor, pero los sauces que el destino le deparaba debían estar muy lejos, porque pasó la primavera y el beso del dorado polen no llegó hasta sus ramas florecidas.

Hebaristo el sauce de la parcela, comenzó a secarse, del mismo modo que el joven y achacoso farmacéutico de “El amigo del pueblo”. Bajo el cielo de P…, donde antes latía la esperanza, cernió sus alas fúnebres y estériles la desilusión.

IV

Envejeció Evaristo, el enamorado boticario sin tener noticia de Blanca Luz. Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela, viendo secarse, estériles, sus flores en cada primavera. Solía, por instinto, Mazuelos, hacer una excursión crepuscular hasta el remoto sitio donde el sauce, al borde del arroyo, enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce, y allí veía caer la noche. El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y encorvado cuerpo del farmacéutico.

Un día el sauce, familiarizado con la muda compañía doliente de Mazuelos, esperó y esperó en vano. Mazuelos no vino. Aquella misma noche un hombre, el carpintero de P… llegó con tremenda hacha he hizo temblar de presentimiento al sauce triste, enamorado y joven. El del hacha cortó el hermoso tronco de Evaristo, ya seco, y despojándolo de las ramas lo llevó al lomo de su burro hacia la aldea, mientras el agua del arroyo lloraba, lloraba, lloraba: y el tronco rígido, sobre el lomo del asno se perdía en los baches, y lodazales de la Calle Derecha, para detenerse en la "Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos"...

Por la misma calle volvían ya juntos, Mazuelos y Hebaristo. El tronco del sauce sirvió para el cajón del farmacéutico. “La Voz Regionalista”, cuyo editorial “¿Hasta Cuándo?”, fuera la causa de esta muerte prematura, lloraba ahora la desaparición del “amigo noble y caballeroso empleado cumplidor y ciudadano integérrimo”, cuyo recuerdo no moriría entre los que tuvieron la fortuna de tratarlo y sobre cuya tumba, (el joven de la Haza) ponía las siemprevivas, etc.
El alcalde municipal señor Unzueta, que era a un tiempo el propietario de “El amigo del pueblo”, tomó la palabra en el cementerio y su discurso, que se publicó más tarde en “La Voz Regionalista”, empezaba: “Aunque no tengo las dotes oratorias de otros, agradezco el honroso encargo que la Sociedad de Socorros Mutuos ha depositado en mí, para dar el último adiós al amigo noble y caballeroso, al empleado cumplidor y al ciudadano integérrimo, que en este ataúd de duro roble”… y concluía: “¡Mazuelos! Tú no has muerto. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz”.

VI

Al día siguiente el dueño de la “Carpintería y confección de ataúdes de Rueda e hijos” llevaba al señor Unzueta una factura:
“El señor N. Unzueta a Rueda e hijos… Debe... Por un ataúd de roble… soles 18.70”
-Pero si no era de roble- arguyó Unzueta. Era de sauce...
-Es cierto -repuso la firma comercial “Rueda e hijos”- es cierto pero entonces ponga usted sauce en su discurso… y borre el duro roble...
-Sería una lástima –dijo Unzueta pagando- sería una lástima; habría que quitar toda la frase: “al ciudadano integérrimo que en este ataúd de duro roble”… Y eso ha quedado muy bien, lo digo sin modestia: ¿No es verdad Rueda?
-Cierto, señor alcalde –respondió la voz comercial “Rueda e hijos”.


EL CABALLERO CARMELO
Cuento
Abraham Valdelomar


Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sanpedrano pellón de sedosa cabellera negra y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a casa.

Reconocímosle. Era el hermano mayor que, años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:
-¡Roberto! ¡Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la campanilla enredábase en las columnas como venas en un brazo y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa enpolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeado de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia, y llegó al jardín:
-¿Y la higuerilla? -dijo.
Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reimos todos:
-¡Bajo la higuerilla estás!...
El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocóle mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rozaban la cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebozante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por donde había viajado! Quesos frescos y blancos, envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados, en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo del propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosas, amarillos y dulces; santitos de "piedra de Guamanga" tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas, y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibimos el obsequio, y él iba diciendo al entregárnoslo:
-Para mamá... para Rosa... para Jesús... para Héctor...
-¿Y para papá -le interrogamos, cuando teerminó:
-Nada...
-¿Cómo nada para papà?...
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:
-¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que, ya libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:
-¡Cocorocóoooo!...
-Para papá! -dijo mi hermano.

Así entro en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo.

II

Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dormir; vestíamos luego y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos "capachos" de acero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas...
Madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús, lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas: pisaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos, con sus largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos, recién "sacados", amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba desde su rincón, entrabado, el "Carmelo", y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo, comentarios, sobre la actitud poco gentil del petulante.

Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral "el Pelado", un pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diez y siete años, flacos y golosos. Pero "el Pelado", a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y aquel día mientras la paz era en el corral, y los otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de nuestra limitada vajilla.

En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y, cuando mi padre supo sus fechorías, dijo, pausadamente:
-Nos lo comeremos el domingo...
Defendiólo mi tercer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crias espléndidas. Agregó que desde que había llegado el ":Carmelo" todos miraban mal al "Pelado", que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
-¿Cómo no matan -decía en su defensa del gallo- a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala suerte...?
Se adujo razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiese muerto al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las palomas, con sus alas de abanico, eran la nota blanca,, subíanse a la cornisa a conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlos a sus polluelos.

El pobre "Pelado" estaba condenado. Mis hermanos pidieron que se le perdonase; pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente, y dijo:
-No llores; no nos lo comeremos...

III

Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y toma por la calle del Castillo, que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela pequeña, donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del Poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla,
Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a la izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan, de trecho en trecho, como centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los "toñuces" siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno "la hierba del alacrán", verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.
Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las higueras dan sombra a los hogares, tan plácida y fresca, que parece que no fueran malditas del buen Dios o que su maldición hubiera caducado; que bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor y todas sus flores dan frutos que al madurar revientan.

En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levantábase las casuchas de frágil caña y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme, a la puerta el bote pescador con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el timón grácil, la calabaza que "achica" el agua de mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano corcho.

En las horas del medio día, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo: sus toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo la nave; saltan al sol, como chispas, las escamas y el perro husmea en los despojos.
Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballena, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule un remo, la moza fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños.

Junto al bote, duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo, embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies, de redondos dedos, piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso de Dios ha puesto sobre el mundo.

Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo, las gentes de San Andrés. Los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego, en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos; como en la edad feliz del Inca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacamac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la Fe en el sencillo espíritu.

Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos, tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a manejar los botes de piquete que zozobrando en las olas, les enseñaban a domeñar la marina furia.

Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a las parejas, que formaban un nuevo nido, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno, veían desenvolverse, impasibles, las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca; y al crepúsculo de cada día, lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin Fe, lamentándose siempre el perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas, y solas...

IV

Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altivo, caballeroso y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacia un arco de plumas tornasol, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas y agudas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medioeval.

Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el "Carmelo", cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y aceptó. Dentro de un mes toparía el "Carmelo" con el "Ajiseco" de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El "Carmelo" iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros ¿por qué aquella crueldad de hacerlo pelear...?

Llegó el terrible día. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar el "Carmelo". A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de Julio, por la tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones, sacó una media luna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica sacaron al gallo que el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos lo acompañaron.

-¡Qué crueldad! -dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir:
-Oye, anda con él... cuídalo... ¡Pobrecitto!...
Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar y yo salí pricipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.

Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitábanse sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos a los que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauces envueltos en colgaduras, y de los cuales pendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía parlachín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombreros de junco, alpargatas y pañuelos añudados al cuello.

Nos encaminamos a la "cancha". Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a su derecha el dueño del paladín "Ajiseco". Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de la muchedumbre y a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y roja, besó el suelo, y la voz del juez:
-¡Ha enterrado pico, señores!
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada había terminado. Ahora entraba el nuestro, el "Caballero Carmelo". Un rumor de expectación vibró en el circo.
-¡El Ajiseco y el Carmelo!
-¡Cien soles de apuesta!...
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.

En medio de la expectación general salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro carmelo al lado del otro era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunciara el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. El otro, que en verdad no parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas; miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéndose los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro paladín.

Batíase él con todos los aires de un experto luchador, acostumbrado a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba de poner las patas armadas en el enemigo pecho, jamás picaba a su adversario, —que tal cosa es cobardía— mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del ajiseco y las gentes felicitaron ya al poseedor del menguado. En un nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante...
-¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! —gritarron sus partidarios, creyendo ganada la prueba.
-¡Todavía no ha enterrado pico, señores!
En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos de "Caucato". Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo que se desangraba, se dejó caer, después que el ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó de la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y como esa era la jugada más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta: -¡Viva el carmelo!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo conducimos a casa, atravesando por la orilla del mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador que desfallecía.

V

Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo, le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico: pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojos granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde y por la ventana del cuarto donde estaba, entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas, y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.

Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra y bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.

Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: el Caballero carmelo, flor y nata de paladines, y último vástago de aquellos gallos de sangre y de raza, cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle del Caucato.

EL VUELO DE LOS CÓNDORES

Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.
-Ese es el barrista -decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana.
-Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.

-Éste es el payaso -dijo alguien.
El buen hombre volvió la cara vivamente:
-¡Qué serio!
-Así son en la calle.
Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes.
Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la Escuela quiénes eran, cómo eran, y qué decían. Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro.
-¡Cómo! ¿Dónde has estado?
Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.
-Nada -apunté con despreocupación forzada- que salimos tarde del colegio...
-No puede ser; porque Alfredito llegó a su casa a la cuatro y cuarto...
Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la Escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el beso a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente:

-Cómo jovencito, ¿éstas son horas de venir?... Yo no respondí nada. Mi madre agregó:
-¡Está bien!...
Metíme en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.
-Oye -me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente-, anda a comer...
Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma.
¿Ya comieron todos? le interrogué. -Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el farol...
-Oye, -le dije-, ¿y qué han dicho?...
-Nada; mamá no ha querido comer…
Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la tarde.
-Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer…
-No, no quiero.
-Pero oye, ¿dónde fuiste?...
Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo!
-Cuántos volatineros hay -le decía, un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas!
¡Y el payaso!... ¡pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah, es un circo espléndido!
-¿Y cuándo dan función?
-El sábado...
E iba a continuar, cuando apareció la criada:
-Niñita, ¡a acostarse!
Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto y en el castigo que me esperaba.
Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentóse a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riñó blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí: me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo la hacía sufrir, que yo no la quería...
¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo que hasta ese instante me había contenido no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre, que sin castigarme, me había perdonado!
Me dio después muchos consejos, me hizo rezar "el bendito", me ofreció la mejilla, que besé, y me dejó acostado.
Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado:
-Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo...
Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los personajes. Vi. desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el caballo, y en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que me miraba sonriente. ¡Qué buena debía ser esa criatura tan callada y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, quedando sólo la imagen de la desconocida niña con su triste y dulce mirada lánguida.
Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás había llegado un payaso más gracioso que "Confitito"; qué oso tan inteligente y luego... todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al circo...
Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó pausadamente un sobre.
-¡Entradas! - cuchichearon mis hermanos.
-Sí, entradas. ¡Espera!...
-¡Entradas! -insistía el otro.
El sobre fue al poder de mi madre.
Levantóse papá y con él la solemnidad de la mesa; y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre.
-¿Qué es? ¿Qué es? ...
-Estarse quietos o... ¡no hay nada!
Volvimos a nuestros asientos. Abrióse el sobre y ¡oh, papelillos morados!
Eran las entradas para el circo; venían dentro de un programa. ¡Qué programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados! Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla!
El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador Mister Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el caballo matemático; el graciosísimo payaso "Confitito", rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo "El Vuelo de los Cóndores", ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea.
Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra... Miss Orquídea. ¿Y esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel prodigio? Celebraron alborozados mis hermanos el circo; y yo, pensando, me fui al jardín, después a la Escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas.
A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos.
-¡EI "convite"! ¡EI "convite"!...
-¡Abraham, Abraham! -gritaba mi hermanita -¡Los volatineros!
Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venía un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros, el bombo iba delante dando atronadores compases, después en un caballo blanco, la artista Miss Blutner, con su ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre con casaca roja y un penacho en la cabeza, lleno de cordones, portaba de la brida: después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus musculosos brazos, en otro caballo. Montaba el tercero Miss Orquídea, la bellísima criatura, que sonreía tristemente; enseguida el mono, muy engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego "Confitito", rodeado de muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de la música.
En la esquina se detuvieron y "Confitito"entonó al son de la música esta copla:

Los jóvenes de este tiempo usan flor en el ojal y dentro de los bolsillos no se les encuentra un real...

Una algaraza estruendosa coreó las últimas palabras del payaso. Agitó éste su cónico gorro, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo.
Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso camino.
Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Vestímonos todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su "Carlos Alberto".
Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; soltóse el breque, chasqueó el látigo, y las mulas halaron.
Llegaron por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gente se estacionaba en la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces.
A la entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca chicha de maní, la amarilla de garbanzos y la dulce de "bonito", las butifarras que eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con cebollas picadas en vinagre, la fuente de "escabeche" con sus yacentes pescados, "la causa", sobre cuya blanda masa reposaba graciosamente el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las vendedoras...
Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón, levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada.
-¡Segunda! -gritaron todos, aplaudiendo.
El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de aquella noche.
Sonó largamente otro campanillazo.
-¡Tercera! ¡Bravo, bravo!
La música comenzó con el programa:
"Obertura por la banda". Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila.
Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía.
Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgóse, giró retorcido vertiginosamente, paróse en la barra, pendió de corvas, de brazos, de vientre; hizo rehilete y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto:
-¡EI Vuelo de los Cóndores!
Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo de ésta oscilaban, Sonó la tercera campanada y apareció entre dos artistas Miss Orquídeacon su su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó graciosamente, colgóse de una cuerda y la ascendieron al estrado. Paróse en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio que, pendiendo del centro, le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto.
Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo -detenida la música- producía un ruido siniestro y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad!
¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase!
Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba y cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó, segura de su triunfo, el público la aclamó con vehemencia.
La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse.

Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron as voces. El público enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss Orquídea se lanzó… ¿Qué le pasó a la niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo. Sobre la red del circo, que la salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres y en medio del clamor de la multitud.
Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé que cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos…
Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea.
El sábado siguiente, cuando había vuelto de la Escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música o
-¡El convite! ¡Los volatineros!...
Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea?...
¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, platillos estridentes, los acróbatas, y después, después el caballo de Miss Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza ... Luego el resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido…
¿Dónde estaba Miss Orquídea? ...
No quise ver más; entré a mi cuarto y por primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista.
Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo, a la Escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, sentéme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda quedaba.
Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada, sentada, mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil.
Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía estar! Seguí a la Escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah, quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así durante ocho días. Éramos como amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho tiempo a su lado.
Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto. Aquél día salía el vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba. Me encamine a la punta del muelle y esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran cantidad del pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo, tosiendo, la bella criatura.
Metíme entre las gentes para verla bajar al bote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo y me dijo al pasar junto a mí:
-Adiós...
-Adiós…
Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor...
Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la Escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupara la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo.
Abraham Valdelomar

La economía en el virreinato


LA ECONOMÍA DURANTE EL VIRREINATO
En el siglo XVII, se manifestaron cambios en el modelo económico de la colonia, esto debido al descenso de la producción y exportación de plata, además de los diversos problemas que la misma corona española le produjo a este tipo de extracción.
Crisis del monopolio comercial

El comercio durante la época colonial estuvo basado en el monopolio, debido a que España era el único que podía comercializar con sus colonias, además el mercantilismo fue la política económica que España impuso a sus colonias donde lo primordial para ellos en un comienzo fue la extracción del oro y la plata.
Causas
Creación del tribunal del consulado: Fue un juzgado privativo creado por el gremio de los comerciantes para atender los litigios y juicios a los que dieran origen las transacciones comerciales y mercantiles, controló el crédito público, regularon los aranceles y fijaron el precio de las mercancías. Fueron ampliando las fuentes de abastecimiento mercantil, empezaron a contrabandear productos de Europa en Panamá y mercancías asiáticas en Acapulco, además viajaban a España y adquirían sus productos directamente de los proveedores.
Elevación de impuestos: En el siglo XVII los dos principales impuestos fueron elevados: la avería (impuesto sobre el valor de las mercaderías), y el almojarifazgo (derecho aduanero), ante esto varios comerciantes tuvieron que optar por el fraude, lo que ciertamente afectaba la recaudación.
Penetración extranjera: Hubo casa comerciales extranjeras (principalmente inglesas, holandesas y francesas) que se infiltraron en la ruta legal a Sevilla. Estos comerciantes extranjeros vendían sus productos a través del contrabando desde sus bases en las Antillas.
La diversificación de la economía
A inicios del siglo XVII, la producción en la mina de Potosí descendió, en compensación se desarrollaron los nuevos centros mineros en Castrovirreyna y Oruro, las cuales mantuvieron una alta producción hasta mediados del siglo XVIII. Esto se dio debido al incremento de población europea, aumento de población esclava y el aumento de capitales de inversión. Cabe resaltar que estos centros mineros fueron pilar de fortalecimiento económico para el mercado interno. 
El nuevo inicio de la economía local
Gracias a la diversificación económica, comienza el auge de las economías locales, las cuales principalmente eran actividades de consumo local o intercambio colonial.
La agricultura comercial: Principalmente fue desarrollada en los valles costeros principalmente. Las haciendas de la costa norte y central se especializaron en la producción de azúcar, mientras que las de la costa sur en la vid y el olivo.
La industria textil: Debido a la crisis en el comercio transatlántico, los obrajes tuvieron que mejorar la calidad de sus productos, ya que debían satisfacer la demanda del sector criollo.
El comercio intercolonial: tuvo un crecimiento significativo, no solo por la diversificación económica sino también por la mejora en las vías de comunicación.
Los obrajes: Fueron centros laborales dedicados a la manufactura de textiles e hilos de lana y algodón. En los obrajes se elaboraban piezas que muestran el avance que tenía esa actividad y también la elaboración de mantos, bolsas, redes. En muchos casos se construía el obraje cerca de un río para aprovechar la energía hidráulica que movía el batán de piedra que enfurtía o daba forma a los tejidos. Próximo al edificio del obraje se construían las rancherías donde vivían los operarios, pues la tendencia era a albergar a los trabajadores permanentes.
Mita en el virreinato
Sistema de trabajo obligatorio el cual era aplicado sobre los indígenas varones que tenían entre 18 y 50 años. A los indígenas que trabajaban en la mita se les denominó “mitayos” o “indios de cédula”. El reclutamiento de los mitayos era realizado por el corregidor a través del Cacique. Este sistema, fue establecido por el Virrey Toledo como mecanismo de utilización de los servicios personales de la masa indígena por un salario miserable, que, en la práctica  quedaban en manos del corregidor o del encomendero.
Tipos de mita
Mita minera: era un sistema de explotación en el cual se hacía trabajar a los indígenas en las minas.
Mita obrajera: era el tipo de trabajo realizado en los talleres textiles, los cuales eran llamados obrajes o chorrillos.
Mita de plaza: Se denomina así al trabajo que realizaban los albañiles, ebanistas y cargadores en las ciudades, eran enviados generalmente a la construcción del municipio o de las iglesias.
Mita agraria: trabajo obligatorio realizado en las tierras que pertenecían al estado.